lunes, 12 de septiembre de 2011

Os traigo este relato, que alargaré bastante (y en cuanto aprenda a poner pestañas separaré correctamente). Lo iré escribiendo por partes y aquí comienza la primera. No tiene un título aún.



Abrí los ojos lentamente, estaba todo a oscuras. Me dolía la cabeza.. "Qué demonios me ha ocurrido" pensé.

No se oía más que mi respiración que comenzaba a aumentar su velocidad. Me estaba acelerando yo solo. Decidí tranquilizarme, asique me fui a incorporar. En ese momento mi cabeza chocó contra lo que supuse que sería el techo. Era ridículo, apenas había 4 palmos de altura. Extendí mis manos hacia los lados, de momento no encontré nada. Estaba empezando a ponerme nervioso...                                                                                                                                                          
Me arrastré hacia delante, por ahora no parecía haber ningún obstáculo. Ayudándome con los codos avancé despacio, o eso me parecía, en ningún momento noté un cambio en el entorno, como si andase por una cinta que se mueve en sentido contrario y permaneciese todo el rato en el mismo sitio. El áspero suelo me recordó en un primer momento a la piedra, y mis codos y rótulas lo estaban sufriendo. 


Pero fue en ese momento, cuando me pareció ver una tenue luz a lo lejos. Un atisbo de esperanza me empujó a seguir arrastrándome por la fría piedra. Aquella luz estaba cada vez más cercana, y a medida que me iba acercando más, empecé a vislumbrar una silueta alrededor de la luz. Cuando por fin llegué al origen de aquella luz, me di cuenta de que el foco, estaba detrás de algo. Alargué la mano. Estaba frío y húmedo, más piedra, pensé. Parecía un muro. 
La luz dibujaba una silueta en un trozo del muro. Empujé lentamente, parecía ceder. El trozo de muro cayó al suelo, provocando un ruido sordo. 
Por un momento contuve la respiración, pero mis ojos se adaptaron a la luz de aquella habitación, luz que provenía de un viejo candil. 

La sala no era muy grande, el candil que estaba encima de la mesa iluminaba toda la estancia. Una puerta de madera carcomida, era la única salida de aquel lugar. Cogí la linterna y me acerqué a la puerta. Tiré del pomo oxidado y la madera crujió al moverse sobre las bisagras. El pasillo al que daba la habitación estaba completamente a oscuras. Miré el candil, aún quedaba aceite para un buen rato, pero sin saber dónde estaba no iba a hacer mucho.

Un extraño mareo me hizo tambalear al tiempo que perdía la conciencia.

>> "¿Q-qué me está pasando?"


El sol brillaba con fuerza en el cielo. Era un día agradable. Y para la familia Leavitt, la palabra agradable estaba lejos de describir la emoción y el júbilo que sentían.
La comadrona iba corriendo por las calles de la ciudad. Cuando llegó a la casa de los Leavitt, la puerta estaba abierta, y dentro se voces y gemidos.
Bridget Leavitt, la mujer del matrimonio, estaba encima de la mesa del modesto comedor. La comadrona se acercó deprisa y echó al resto de familiares menos al esposo, Darren Leavitt. Un hombre de rostro impasible y carácter frío. A pesar de todo, cuando entre sollozos y sonrisas, vió por primera vez a su hija, una sonrisa se dibujó en su cara.
Cogió a la pequeña en brazos, envuelta en una toalla y acercó su nariz a la cría. Ella alargó temblorosamente su manita y tocó la nariz de su padre, y por primera vez en más de 40 años, Darrel dejó escapar una lágrima de felicidad por su mejilla.


>> Caí al suelo. ¿Qué había sido eso? Mis piernas volvieron a responder, y decidí dejar las respuestas para más tarde.
Avancé por el pasillo a paso ligero, las sombras que se proyectaban al paso del candil, confundían y desorientaban más a mi mente. Las paredes eran muros de piedra, con vigas de madera sujetando el techo. Sin ningún tipo de decoración salvo las telarañas que se formaban en cada rincón. 




A unos 20 pasos de la habitación de la que salí, había un marco de donde antes iba una puerta. Entré en la sala pues no parecía que hubiese nada más adelante. Al iluminarla, descubrí en el suelo lo que quedaba de la puerta. Una alfombra carcomida por los años y llena de polvo, abrigaba el suelo de piedra.  

A primera vista no hallé nada importante, pero cuando me dispuse a salir, a la luz del candil desucbrí en la pared contigua a la puerta unas manchas. 
Tragué saliva y me acerqué lentamente. Sangre. Era sangre.
Salpicando toda la pared, la sangre no era reciente tenía ese tono oxidado característico. Un rastro  que se alejaba de la mancha central llamó mi atención.  Parecía una mano, una mano arrastrándose por el muro. La sangre se metía detrás de una vieja estantería. Ignorando cualquier advertencia de mi sentido común, empujé con el hombro el mueble.


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